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Reproducimos dos artículos publicados por Alberto Garzón en ElDiario.es:


La pregunta central que se hacen en China y en EEUU pero no en la UE (26/3/2025)

Como herencia de la guerra fría cierta izquierda sigue interpretando el mundo en función de bloques ideológicos –comunistas versus capitalistas antes de los noventa; atlantistas vs antiimperialistas después–, dejando de lado el análisis económico de fondo.

Recibimos continuamente noticias que nos abruman y nos generan ansiedad, y cuya integración en un relato coherente –uno que nos permita entender qué está ocurriendo en el mundo y qué podría ocurrir– resulta sumamente complicada. Desde mi punto de vista la geopolítica y la economía juegan un papel central en esta complejidad. No es casualidad que así sea, pues en un mundo atravesado por una grave crisis ecosocial –que altera las condiciones climáticas globales y provoca transformaciones radicales en los movimientos migratorios, el acceso a los recursos y la capacidad de producción agraria– es lógico que estas dimensiones sean las más relevantes.

Lo cierto es que ahora mismo estamos asistiendo a una redefinición del lugar que ocupa cada país –o bloque de países– en el mundo. Esta reconfiguración tiene una dimensión económica fundamental, la cual a menudo se oculta tras interpretaciones puramente políticas. Para ser precisos, lo que presenciamos es una nueva reorganización de la división internacional del trabajo, enmarcada en una crisis ecosocial que impone severos límites biofísicos y económicos. En este contexto, cada país busca formas para garantizar su bienestar material –e incluso su supervivencia– en el medio y largo plazo.

Como los teóricos de la dependencia y del sistema-mundo pusieron de relieve, la entrada en la edad moderna y el desarrollo de las prácticas capitalistas a partir del siglo XVI implicó la primera división internacional del trabajo en sentido estricto. Esta se caracterizaba por una diferenciación general en dos categorías de países: los países del centro, que eran los industrializados —con Gran Bretaña primero y Estados Unidos después a la cabeza– y los países de la periferia, considerados en desarrollo o subdesarrollados. La característica distintiva de esta división era que las economías periféricas dependían estructuralmente de las del centro, sobre todo por su estructura productiva: producían y exportaban bienes primarios y de bajo valor añadido, lo que condenaba a sus trabajadores a salarios más bajos y dificultaba cualquier proceso de industrialización. 

Esta configuración de la división internacional del trabajo duró, grosso modo, hasta los años setenta del siglo XX. Fue entonces cuando algunos países, sobre todo asiáticos (Japón, Corea del Sur, Singapur, Taiwan…), comenzaron a encontrar nuevas formas de desarrollo económico e industrialización, utilizando herramientas distintas a las recomendadas por los países ricos de Occidente y sus instituciones. A comienzos de los ochenta se incorporó a ese grupo China, la sociedad más poblada del mundo y la que había sido la más avanzada hasta el siglo XIX. Con una estrategia de crecimiento dirigido por las exportaciones y con un papel central del Estado en la planificación y regulación económica, todos estos países comenzaron a desafiar lentamente el viejo reparto de papeles entre el Norte y el Sur Global.

A partir de los años ochenta, el capital procedente de los países ricos quiso aprovechar ese incipiente desarrollo para reducir sus costes laborales y aumentar sus beneficios. Así se consolidó una nueva división internacional del trabajo, cuya característica más importante fue la externalización de las grandes empresas occidentales. Estas comenzaron a instalarse o a invertir significativamente en los países asiáticos, beneficiándose de los bajos salarios y facilitando la importación de productos baratos a Occidente. Las empresas occidentales externalizaban sobre todo los procesos intensivos en trabajo, reservándose los segmentos de mayor valor añadido como el diseño y el marketing. De ese modo puede decirse que la lógica de la vieja división entre centro y periferia se mantenía, aunque bajo nuevas formas. Con todo, el impacto sobre las sociedades del centro y sus niveles de empleo fue considerable.

Las teorías tradicionales del comercio internacional –desde el modelo Heckscher-Ohlin hasta el teorema Stolper-Samuelson, que cualquier economista estudia en la universidad– recuerdan que el libre comercio genera ganadores y perdedores. Estas teorías reconocen que, en los países desarrollados, los trabajadores no cualificados probablemente perderán sus empleos en beneficio de los nuevos trabajos creados en los países en desarrollo. Sin embargo, los economistas convencionales suelen señalar que, a nivel agregado, los beneficios superan los costes y que, bien gestionados, los desempleados pueden ser reubicados en otras tareas. La gente corriente, sin embargo, no suele digerir bien estas explicaciones.

En el año 2004, el periodista y economista estadounidense Lou Dobbs –posteriormente uno de los defensores más fanáticos de Donald Trump– escribió un libro llamado ‘Exporting America: Why Corporate Greed is Shipping American Jobs Overseas’, en el cual atacaba a las empresas estadounidenses por su política de externalización, y cuyas consecuencias denunciaba como devastadoras para los trabajadores blancos del país. Conectaba así con un ánimo social muy extendido por ciertas regiones, aquellas más afectadas por la competencia internacional. No por casualidad, Dobbs se convirtió en un reaccionario de manual que culpaba a la inmigración y a la globalización de la supuesta decadencia estadounidense. Su enfoque, entonces marginal, hoy es dominante en la Casa Blanca y en la sociedad estadounidense.

Obsérvese que hace unos días el vicepresidente J. D. Vance criticó la globalización en términos similares. Reconoció que depende de la mano de obra barata de países del Tercer Mundo, pero añadió algo más: ciertos países –en referencia velada a China– ya no se limitan a producir bienes simples, sino que están escalando posiciones en la cadena de valor y compitiendo directamente en los segmentos de alto valor añadido. Su conclusión fue que Estados Unidos debe reindustrializarse, aunque no profundizó en el cómo pretendían conseguirlo. Quien sí dio alguna pista fue el Secretario de Comercio, Howard Lutnik, al afirmar en una entrevista que Estados Unidos debe volver a producir sus propias camisetas, zapatillas deportivas y toallas. Paul Krugman ha caricaturizado esta propuesta llamándola “Making Sweatshops Great Again” (en alusión a los talleres clandestinos asiáticos donde se fabrican textiles baratos en condiciones de semiesclavitud), y cuestionando sus fundamentos económicos. En otra ocasión profundizaré sobre estos aspectos, pero lo relevante ahora es percatarse de que el debate en Estados Unidos se articula precisamente en torno a la pregunta correcta: ¿qué lugar quiere ocupar la aún principal potencia económica global en la nueva división internacional del trabajo?

Desde los orígenes del capitalismo los países desarrollados han intentado impedir que el resto del mundo no abandone su papel como proveedor de “Naturaleza Barata” (recursos, energía, mano de obra, alimentos) y como sumidero para los residuos (contaminación, desechos). El historiador económico Ha-Joon Chang hizo fama a principios de este siglo con su libro ‘Retirar la Escalera’, donde recuperaba la metáfora del desarrollo como una escalera: una vez los países ricos la han escalado, retiran los peldaños para impedir que otros los sigan. A veces lo logran mediante políticas económicas, y otras mediante el uso de la fuerza, como demuestra la gran cantidad de golpes de Estado en América Latina desde los años 50 del siglo pasado para evitar que gobiernos progresistas o revolucionarios amenazaran esa división internacional del trabajo. Sin embargo, hoy el principal riesgo para ese statu quo ya no está en América Latina, sino en Asia. Y Estados Unidos lo sabe.

China reúne todas las condiciones para romper con esa dependencia histórica como proveedor de Naturaleza Barata: una enorme población, un mercado interno inmenso y capacidad técnica suficiente para aprovechar las economías de escala y producir bienes competitivos de alta sofisticación tecnológica. Otros países le siguen la estela o se incorporan en sus propias cadenas de valor. Frente a ese bloque emergente, otros centros de poder palidecen. Por ejemplo, Europa. 

Mientras China y Estados Unidos están formulando las preguntas correctas, en Europa el debate apenas existe. En España, ni siquiera parece haber comenzado. La Unión Europea tiene potencial suficiente para desarrollar una estrategia propia de desarrollo, pero se encuentra demasiado fragmentada en intereses nacionales divergentes. La Unión Europea debería avanzar en una estrategia de desarrollo económico (soberanía industrial) y de transición ecológica (soberanía energética) y de justicia social (cohesión social) con la que posicionarse en la nueva división internacional del trabajo. En lugar de eso, predomina la falta de consistencia y la parálisis marcada por la falta de visión estratégica y el miedo a un mundo en transformación. Sin duda, ese es el gran reto del siglo XXI para la sociedad europea. Quizás el duro despertar del sueño de tener un gran amigo americano haga que las cosas cambien, pero de momento hay razones para ser escépticos.

 

Por otro lado, me temo que tampoco las izquierdas están sabiendo situar bien el debate. En el caso de España, la división cainita está descentrando la cuestión en beneficio de un cortoplacismo suicida. Pero incluso cuando la izquierda saca a colación estos mismos temas lo suele hacer de manera equívoca, víctima de una excesiva influencia de la visión política y una casi nula formación en asuntos económicos. Desgraciadamente, como herencia de la guerra fría cierta izquierda sigue interpretando el mundo en función de bloques ideológicos –comunistas versus capitalistas antes de los noventa; atlantistas vs antiimperialistas después–, dejando de lado el análisis económico de fondo. Esa simplificación impide ver con claridad las relaciones de dependencia que se dan incluso dentro de cada bloque. Por ejemplo, Ucrania fue históricamente un país subordinado económica y políticamente a los intereses de Moscú; hoy, Bielorrusia lo sigue siendo. 

En definitiva, la gran pregunta para la sociedad europea y las izquierdas –la que sí se hacen en Pekín y en Washington– es qué lugar quieren ocupar sus países en el mundo que viene, qué papel desempeñarán en una economía global marcada por los límites biofísicos y por la transformación del poder. Esa pregunta, que en última instancia es estratégica y civilizatoria, brilla por su ausencia en el debate público. Pero Europa no puede seguir actuando como si nada estuviera cambiando. Si no formula pronto esa pregunta y empieza a construir una respuesta coherente, quedará reducida a ser una periferia más en un mundo donde las reglas del juego ya se están reescribiendo.


Por qué cierta izquierda se abraza a Putin y Asad (9/12/2024)

Lo más absurdo e hiriente es ver a gente que defiende los más profundos y bellos ideales incluso en sus asambleas de vecinos envuelta de repente en la justificación de la tortura y encarcelación de sus pares a miles de kilómetros de casa.

La dinastía de Al Asad en Siria ha sido derrocada en una fulminante e inesperada ofensiva por parte de un conglomerado de fuerzas encabezadas por una organización de fundamentalistas que es heredera de Al Qaeda –y que además está considerada como terrorista por Estados Unidos y la Unión Europea–. La dinastía Al Asad llevaba en el poder desde 1970, y durante todo este tiempo ha sido una dictadura de partido único en la que se perseguía y torturaba a la disidencia. Entre esta disidencia ha estado de manera destacada los islamistas de los Hermanos Musulmanes, pero también sectores comunistas y kurdos. 

Como recordó la periodista Olga Rodriguez en su maravilloso ‘El hombre mojado no teme la lluvia’ (2009), “en Siria la gente tiene miedo de hablar en voz alta de determinados asuntos” y “en las cárceles hay unos cuatro mil defensores de los derechos humanos y detenidos políticos”. Se trataba de un régimen político que, si estuviera en Europa, sería claramente denunciado por todas las organizaciones de izquierdas españolas. Pero no está en Europa.

En el terreno internacional la dinastía de Al Asad ha sido aliada de Irán, de Hamás y de Hezbolá y, por lo tanto, enemiga de Israel –quien le arrebató ilegalmente los Altos del Golán en 1967– y de sus aliados occidentales. Sin duda la reciente debilidad militar de los principales aliados de Al Asad, Irán y Rusia, se encuentra detrás del rápido desarrollo militar de las últimas semanas. Pero este posicionamiento internacional por parte de Siria es también el principal factor que explica cierta fascinación que hasta ahora ejercía la dinastía siria sobre cierta izquierda europea. 

Podríamos convenir que la izquierda ha sido tradicionalmente antiimperialista, si bien hemos de hacer notar que durante los siglos XIX y XX la relación de la izquierda europea con el colonialismo fue, por ser amable, tensa. En todo caso, la narrativa antiimperialista era fundamentalmente correcta en dos puntos centrales. El primero, que el desarrollo económico de los países ricos se ha basado en formas de explotación y apropiación de la mano de obra –tanto esclava como asalariada y no asalariada– y de recursos naturales de los países más pobres. El segundo, que esas formas clásicas de imperialismo han tenido continuidad en la actualidad mediante otras formas más sofisticadas, entre las que podemos destacar el “intercambio desigual” de la escuela dependentista. Como insistía el sociólogo alemán Gunder Frank, el desarrollo de los ricos necesita del subdesarrollo de los pobres.

Sobre estos pilares cabría desarrollar narrativas más sugerentes de lo que significa el imperialismo en el siglo XXI. Podríamos seguir la línea de Jason Hickel, quien recientemente ha cuantificado que las economías del Norte Global se han apropiado, a través del comercio y de sus injustas reglas, de 826 mil millones de horas de trabajo encarnado extraídas del Sur Global. Alternativamente, podríamos recuperar y modificar la noción de “aristocracia obrera” de Lenin para recordar que los estándares de vida de los países desarrollados se siguen basando en el suministro continuo y barato de recursos naturales y salarios procedentes del Sur. Es decir, el consumo de masas propio de Occidente no sería viable si los derechos laborales, humanos y sobre la naturaleza alcanzasen a todos los países por igual. Podríamos ir más lejos y apuntar, como hace John Smith en ‘Imperialism in the Twenty-First Century’, que los Estados del Norte y sus servicios públicos también se sostienen al financiarse, mediante impuestos, de esas transferencias de valor desde el Sur –cada camiseta de una multinacional textil con producción subcontratada en un país de bajos salarios también paga impuestos en el país donde se consume–. 

Todas estas líneas son sumamente fructíferas para entender mejor nuestro mundo y sus relaciones asimétricas de dominación y explotación. Sería un magnífico punto de inicio para una izquierda preocupada por la situación de la clase obrera internacional y de las cambiantes condiciones biofísicas del planeta. Sin embargo, no es esto lo habitual. Lo digo con amplio conocimiento de causa –y honda tristeza–: la noción de imperialismo en uso en los partidos de izquierdas refiere principalmente al campo de la geopolítica y la disputa entre bloques estatales de poder. Se parece más al Risk –juego de mesa– que al ‘The Accumulation of Capital: A Contribution to an Economic Explanation of Imperialism’ de Rosa Luxemburgo.

No sorprenderá a nadie si afirmo que esto es, con seguridad, una herencia envenenada de la guerra fría. La visión de la izquierda europea fue moldeada en el contexto de la disputa ideológica, militar y de poder entre el campo de la Unión Soviética y el de Estados Unidos, y dicha configuración mental no desapareció con la caída de la Unión Soviética. En todo caso, se reajustó ligeramente. Dos aspectos deben reseñarse al respecto.

En primer lugar, en julio de 1920 y en mitad de la guerra civil, la dirigencia bolchevique, con Lenin y Trotsky a la cabeza, temía que la revolución socialista no terminara triunfando por estar completamente aislada. Como describió Antoni Domènech en ‘El eclipse de la fraternidad’, eso les impulsó a poner condiciones muy severas a los partidos socialdemócratas europeos –entonces marxistas– si querían participar en la III Internacional. Una de las condiciones más duras tenía que ver con las formas de organización del partido, e implicaba que las fórmulas de autoorganización democrática propias de los partidos europeos debían ser sustituidas por formas jerárquicas propias de un partido clandestino como el bolchevique. El movimiento socialista vivió entonces la fractura más grande tras la primera guerra mundial, y los nuevos partidos comunistas nacieron con fórmulas orgánicas profundamente verticales y dirigidas desde Moscú. Aquello dejó una huella profunda en la tradición socialista y comunista europea que no se resolvió del todo ni siquiera con las olas democratizadoras que impulsaron ciertas corrientes en los setenta (eurocomunistas, ecologistas, feministas, radicales, etc.).

En segundo lugar, y a pesar de la contribución imprescindible de la Unión Soviética a la victoria sobre el nazismo y el fascismo internacional, la guerra fría constituyó un imaginario de bloques profundamente enfrentados. De aquel imaginario no sólo sigue bebiendo la extrema derecha, que acusa de comunista a todo el que disiente con las posiciones propias, sino también cierta izquierda que ha quedado, de alguna manera, viscosamente pegada a aquel contexto. Y aquí, en lo que se refiere a mi argumento, es importante señalar cómo, inadvertidamente, la noción de imperialismo fue modificándose hasta convertirse en una caricatura de lo que había sido antes de la segunda guerra mundial.

El antiimperialismo se redujo, de la noche a la mañana, a simple antiamericanismo o, más específicamente, a manifestarse continuamente en contra de lo que hiciera Estados Unidos. Y claro, en las acciones de Estados Unidos durante todo el siglo XX había argumentos de sobra que hacían ese discurso no sólo digerible sino especialmente adecuado. Se trataba de un país que hegemonizaba la economía capitalista mundial y que no dudaba en usar su inmenso poder para fomentar golpes de Estado y guerras civiles con las que exterminar el potencial emancipatorio de los pueblos del Sur. Con muchas menos ganas se miraba a las invasiones e intervenciones de la URSS sobre otros territorios, aunque cada vez que ocurría solía fracturarse una parte de la izquierda europea –como pasó, destacadamente, con la invasión de Checoslovaquia–. El caso es que, desde el punto de vista de un militante cotidiano –de los que luchaban en sus puestos de trabajo y sus barrios, pero se informaban por el partido–, la lectura del panorama internacional estaba condicionada a esta simplificación bloquista. Ya no había análisis sobre las dinámicas económicas de clase a nivel internacional sino solamente discursos eminentemente políticos que giraban en torno a la justificación de la posición de la URSS y en contra de la de EEUU. Una fórmula fácil para un posicionamiento rápido y oportuno.

Como he dicho, a pesar de la caída del Muro de Berlín, para mucha gente de la izquierda europea los instrumentales de posicionamiento continuaron siendo los mismos. Había momentos en los que el diagnóstico podía llegar a ser sugerente e incluso acertado, ya que, como indiqué anteriormente, el imperialismo ha tomado formas más sofisticadas que, sin embargo, suelen requerir de la ayuda militar. El abastecimiento y provisión de las economías ricas no sólo depende del comercio internacional en abstracto, sino que las cadenas globales de valor deben estar adecuadamente lubricadas y protegidas en sus puntos críticos, especialmente los de suministros de recursos naturales. Las guerras en Iraq, por ejemplo, y las muchas intervenciones en Oriente Medio tienen innumerables vínculos con las razones económicas –agua, petróleo, etc.– y ponen de manifiesto la hipocresía ideológica de Estados Unidos y sus aliados respecto al discurso “democratizador” –pues lo que les vale para Siria no les vale para Arabia Saudí–.

 

El problema es que la guerra fría ha dejado tuerta a una parte de la izquierda, de manera que ya no sabe ver ningún otro tipo de actitud imperialista en el mundo. Ni aunque se la pongan delante de sus narices. Esta izquierda está sin instrumental para analizar, por ejemplo, la expansión comercial de China en África –y entender la visita reciente de Biden en Angola como una respuesta lenta y torpe tras décadas de inteligencia china– o la invasión militar a la antigua usanza de Rusia sobre Ucrania. Ninguno de estos procesos es teorizado haciendo uso de la noción de imperialismo y, en el peor de los casos, son incluso justificados por su marcado carácter “antiestadounidense”. Esto es algo que, probablemente, hubiera escandalizado a los teóricos originales del imperialismo, quienes se basaban mucho más en las relaciones y dinámicas económicas que subyacían al capitalismo que en la simple competencia militar entre Estados o Imperios. 

En resumen, el resultado de todo esto es que existe una izquierda europea que es actualmente incapaz de analizar las relaciones políticas y económicas mundiales sencillamente porque está atrapada en parámetros caducados y que, de todos modos, tampoco servían durante la Guerra Fría. En vez de aprovechar el terreno fértil que abren los actuales teóricos del imperialismo, en su lugar se encuentran echando mano del fosilizado instrumental bloquista. Y eso conduce, inevitablemente, a la simplificación del mapa geopolítico, a la idealización de dictadores, a la subestimación de los costes humanos y naturales, a la marginalización y exclusión de las fuerzas y movimientos de emancipación, y, en definitiva, a acabar justificando crímenes y atrocidades que, si hubieran ocurrido en el país propio, estarían siendo denunciadas. Y eso es, quizás, lo más absurdo e hiriente: ver a gente que defiende los más profundos y bellos ideales incluso en sus asambleas de vecinos envuelta de repente en la justificación de la tortura y encarcelación de sus pares a miles de kilómetros de casa.

 

 

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